miércoles, 29 de febrero de 2012

Las cosas, como se llaman

Las cosas, como se llaman.
Leí una bella novela de Ildefonso Falcones; “La Catedral del Mar”, además de ser una historia interesante, me resultó fascinantemente contada, y creo que ese fue el ingrediente que más me hizo disfrutarla.
Debido a la mala ortografía que me cargo desde que aprendí a escribir, como práctica cotidiana, tengo la costumbre de consultar en el diccionario las palabras que ignoro o que me son confusas en cuanto a su significado. De este libro extraje un listado de 125 palabras que me resultaron si no completamente desconocidas, si bastante poco usadas en nuestro lenguaje coloquial.
Cabe resaltar que la novela de marras tiene lugar en la Barcelona del siglo XIV, cuando ser esclavo era tan normal como ser alfarero,  y  ser quemado en una hoguera resultaba una práctica cotidiana para quienes cometían actos  que contradecían los principios de la Santa Inquisición.
Aquí transcribo algunos ejemplos de esas palabra:  detritos, sambenito, salobre, ujier, bogar, reyerta, goznes, bruñir, piras, palio, loado, cizallas, núbil, llares, orujo, enfiteusis, escanciar, alodiales, zurrón, jofaina, tea, seo, aljaba, restallar, tonsurado, rodela, ronzal, arredrar, trajinar, incoar, etcétera…  la lista es larga, y sin embargo, va uno al diccionario y descubre los significados exactos de tantas palabras que sería bueno que utilizáramos con más frecuencia. Evitando con ello la simpleza con la que reaccionamos ante situaciones cotidianas en las que por flojera o por ignorancia solemos  decir, esto está con madre, o esto ya valió madre.
Pienso que no existen las malas palabras ni tampoco las buenas, lo que existen son las buenas y las  malas intenciones, las buenas y las malas formas de comunicarnos, las buenas y las malas maneras de utilizar nuestro lenguaje, que a la sazón, resulta ser uno de los más antiguos legados que heredamos de nuestros antepasados. 
Alex Grijelmo, autor del libro “defensa apasionada del idioma español” refiere un ejemplo que me parece de lo más bello, dice: “ya nadie distingue el gorjeo de un gorrión del silbido de un mirlo”.  Y creo que no exagera, pues si bien nos va, cuando llegamos a escuchar un ave canora, lo más que atinamos a decir es “Oi” (porque ni siquiera decimos “oye”, del verbo oír, sino)   “Oi, cantó un pájaro”
Pues con todo este preámbulo, y haciendo público el hecho de que a mí me gusta llamar las cosas por su nombre, confieso que tuve que recular en una experiencia de lo más cotidiana y familiar que a continuación relato.
Desde hace algunos meses tenemos en casa una perrita llamada “Tina”  cuando la adoptamos ya traía el nombre, el collar, la cadena y una historia de abandono y rescate en la cual no vale la pena ahondar. Valga decir que en estos meses ha resultado ser una perrita bastante agradecida, limpia, ordenada y dócil con la familia.  Tina salte, Tina métete, Tina no brinques, Tina para allá y Tina para acá, se escucha diariamente en la casa.
En la familia todo funcionaba a la perfección hasta que la muchacha del aseo nos dejó por otros, ¿Qué fue lo que pasó? Nadie lo sabe, lo que sí es un hecho es que cuando la muchacha se va; como la canción “…para nunca más volver”, la dinámica de la familia cambia drásticamente (los casados saben de lo que estoy hablando) y así permanece este metabolismo familiar hasta que otra santa muchacha llega y toca a las puertas de tu hogar preguntando - ¿No ocupa…?
En nuestra casa no fue la excepción, después de un par de semanas apareció la nueva Cenicienta. Como era natural, en cuanto vimos que tenía dos brazos y dos piernas la recibimos sin necesidad de pruebas psicométricas.
-          ¿Y cómo te llamas? – le preguntó mi mujer
-          Agustina, pero me dicen, Tina – (chin…), mi mujer no dijo nada, porque es experta en contener la risa y el llanto, pero apretó los labios y levantar las cejas mientras pensaba cuales serían sus siguientes palabras…
Lo primero que yo pensé fue: “La perra llegó primero”  y como dicen mis amigos abogados, “primero en tiempo, primero en derechos”
-          Pues nos da mucha pena, - continuó mi señora, que a decir verdad no le daba nada de pena y además sabía que a mí,  menos.  – pero te tenemos que decir algo con respecto a nuestra mascota…
Bueno para que´ entrar en detalles seguimos teniendo a una linda perrita llamada Tina, y a una muchacha que nos ayuda y al menos en mi casa se llama “Águsss”
Yo me pregunto ¿Por qué no le podemos decir Agustina, si así se llama? Pero en fin, parte de nuestras costumbres es hacer contracciones de todo,  facilitarnos la vida y nombrar a las cosas y a las personas distinto a como en verdad se llaman. Ejemplos hay por miles, pero no voy a citar más.
Me quedo con la idea de seguir consultando las palabras que me sean poco familiares, o de las cuales no esté seguro de su significado, el diccionario que tengo en casa tiene miles de definiciones, así que tendré entretención para rato.
Me doy cuenta de que las palabras son como los vínculos por los cuales llegamos con exactitud a los conceptos de nuestro pensamiento, si nuestro recurso de lenguaje es limitado, no tendremos forma de poder expresar lo que pensamos y lo que sentimos.  Séneca nos legó una sabia reflexión “nadie será recordado por lo que sienta o piense, sino por lo que diga o haga” pero para ello se necesita al menos del recurso de la palabra.  Si este tema te interesa, practícalo e incúlcalo a tus seres queridos y cómprate un buen diccionario, créeme que es una excelente inversión.
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1 comentario:

Conchita Garza dijo...

Ciertmente nuestro idioma es uno de los más ricos en diversidad de palabras y sus significados. Es una lástima que muchos padres de familia pongan poca atención a este aspecto tan importante durante el crecimiento de sus hijos.