miércoles, 30 de noviembre de 2011

La FIL de Guadalajara, ¿con niños o sin niños?

La Feria Internacional del Libro (FIL) de Guadalajara, abrió sus puertas el sábado pasado. Como gringos en “Black Friday”, se nos hacía tarde para entrar. Finalmente lo logramos y ahí estábamos,  debajo de un mismo techo con miles de libros esperando a sus lectores.  
Después de libros, gente era lo que más había. En aquel recinto expuesto de lado a lado, no cabía una editorial más. 
-          Si se me pierden – les dije a mis hijos - Escojan al papá que más les guste, porque de seguro que a mí no me vuelven a ver, y si quieren volver a venir a la FIL, escojan a uno que lleve libros.
-          Papá ¿podemos ir al área de niños? – preguntaron mis pequeñas pirañitas.
-          Ahorita vamos para allá, tengan paciencia.
Llegamos al primer stand, estiré la mano para tomar un ejemplar y mi hijo me preguntó:
-          Papá, ¿Ya podemos ir al área de niños?

Allí comprendí que pedir paciencia era más absurdo que pedirle peras a un olmo. Así que decidimos caminar hacia el área de talleres infantiles. Lo que sigo sin entender es por qué les pido paciencia si ni yo ni mi linda esposa nos caracterizamos por tenerla.  Total en diez  minutos ya estábamos en el área de niños.
-          ¿A cuál taller quieren entrar? – les pregunté.
-          Al de plastilina – dijo mi niño.
-          Al de colores – dijo mi niña.
-          Yo voy al baño – dijo mi esposa.
En un santiamén ya estábamos todos repartidos, el niño aquí,  la niña allá y mi señora haciendo fila… más allá.  - No se preocupe, - me dijeron los organizadores  - el taller dura entre cuarenta y cincuenta minutos, pero no se aleje demasiado por si se ofrece algo con los niños.
Mientras tanto yo como tránsito de crucero estuve parado en medio del corredor viendo para tres lados simultáneamente,  que no se saliera mi niño, que no se saliera mi niña y que no se tardara mi esposa.  Todo esto entre cientos de personas que cruzaban de un lado para otro. No tienen idea de lo  relajante que resultan estas dinámicas familiares.  El que ya se quería ir, era yo.
Libros, cuenta cuentos y talleres interactivos había para todas las edades, pasamos el resto de la tarde metidos en esta zona hasta que  los chicos se hastiaron. Comentaron  que estaban cansados y  que ya se querían ir, incluso  Pablo, “el más pequeño de mis hijos” elevó su petición a iniciativa de ley exigiendo que mejor lo cargara, con el respectivo rictus de cansancio en su rostro que denota el clásico  “no puedo más, y háganle como quieran”.
Lo que mis hijos no saben, es que hace algunos años yo también fui niño, y se que “para uno que madruga siempre hay otro que no duerme”.  Así que saqué mi as de la manga:
-          ¿Quién quiere unas papitas con limón y chile? – pregunté   y como por arte de magia, el sueño y en cansancio desaparecieron en el acto.  Compramos comida chatarra y todos fuimos felices otra vez. Caminamos por pasillos siempre viendo gente. Nacionales y extranjeros, gordos y flacos, jóvenes y viejos, hombres, mujeres  y niños, - y a propósito de niños yo traía dos, ¿Dónde quedaron?
Mientras los irresponsables padres avanzamos por un pasillo,  entre aquel gentío  los niños se sentaron en el suelo a comer papas, dejándose llevar por el instinto y sucumbiendo ante el antojo.  
No es que fomente la ingesta de comida chatarra, sino que me apego al principio que dice que  “La disciplina es inversamente proporcional al cansancio de los padres en el momento de aplicarla.”
Ya habían pasado más de cuatro horas y no habíamos visto una sola editorial o librería que no fuera para niños, así que decididos recorrimos los pasillos en busca de algo interesante.
La librería Gandhi nos sorprendió nuevamente con sus campaña publicitaria de frases creativas “venga a leer las películas que verá en tres años”, “Venga y compre libros, entretenimiento garantizado para el mejor amigo del perro”,  en ese momento me acordé de Tina, (si no sabes quién es Tina, lee el artículo de hace 2 semanas).
Así anduvimos hasta que pasó lo que tenía que pasara:
-          Papá ¿puedo ver los libros que están allá?
-          Sí hija, pero con cuidado de no maltratarlos – y la ley de la atracción se hizo presente.
-          Señor – me dice la señorita que atendía el stand – no pueden hojear los libros.
-          ¿En serio?, ¿usted dice “hojear” con hache u “ojear” sin hache?
-          ¿Eh? – me contestó arrugando la nariz
-          Verá usted, hojear con hache es un verbo que se refiere al acto de pasar las hojas, mientras que ojear sin hache es otro verbo diferente del primero, que se refiere al acto de mover los ojos. ¿A cuál de los dos se refiere usted?
-          Mire, Señor no le entendí nada, pero su niña acaba de romper un libro y lo tiene que pagar.
Eso me saco por payaso, pero ya qué se puede hacer. Ahora tengo en mi poder un libro que no pensaba comprar y por lo mismo me quedé sin dinero para comprar el que sí pensaba comprar. Quizá lea el que no me interesa, o quizá lo guarde a ver si algún día alguien de la familia lo quiere leer, o mejor aún, aprovechando la temporada navideña…  ¿Alguien lo notará?
A propósito de navidad, en la casa el pino luce brillante. Las cartas a Santa Claus están puestas y dispuestas para que el regordete personaje las tome, las lea y comience a trabajar en ellas. Mis hijos insistieron en dejarle un plato con pan dulce y un vaso de leche para que cuando haga acto de presencia, tome un aperitivo antes de continuar su viaje.  Yo insistí en que mejor le dejaran cacahuates y un caballito de tequila con limón, pero me dijeron que no, que Santa no tenía esas costumbres… nada más de pensarlo me gana la risa,  jo, jo, jo.  

miércoles, 23 de noviembre de 2011

“El Buen Fin” ¿En verdad fue bueno?



“El Buen Fin” ¿En verdad fue bueno?

-          Papá, ¿Podemos poner el pino? – me dijo mi hija en cuanto llegué de la oficina.

-          Hijita pero si estamos en noviembre, falta más de un mes para navidad.

-          Porfis, porfis, porfis.

-          Este fin de semana lo ponemos te lo prometo…

Así comenzó “El Buen Fin” en nuestra casa.

“El Buen Fin” sirvió entre otras cosas para que la gente saliéramos de nuestras casas a comprar cosas que no necesitamos.  Como era predecible miles de connacionales hicieron lo suyo y ahora están endeudados hasta el tuétano debiendo hasta lo que no se han ganado.

Bien por los que metódica y razonadamente supieron aprovechar las ofertas de aquellas cosas que tenían en mente comprar y estaban esperando un mejor momento, bien por aquellos que anteponiendo la cordura y la racionalidad, no fueron víctimas del antojo.

Es bien sabido que muchas personas por no poder comprar lo que quieren, terminan comprando  lo que no necesitan, y así van haciendo un acopio de tiliches hasta convertir su casa en una bodega de “cosas útiles” que nadie usa, y que el día que las requieres (si es que se da el caso) no sabes en dónde están.

-          Papá ¿ya podemos poner el pino? – me dijo mi niña despertándome el sábado casi de madrugada.

-          Espérate hijita son las siete y media, vamos a desayunar y luego platicamos…

En una breve encuesta de una sola pregunta, lancé el cuestionamiento: “¿Qué es para ti el buen fin?” Les advierto que esta encueta si fue real y los resultados no están amañados como algunos de los que nos suelen presentar los precandidatos a puestos públicos.  La mayoría de las personas contestaron que un buen fin es aquel en el que se disfruta a la familia y se está en paz.  Pareciera mucho pedir, pero lo que sucede es que como están las cosas, en algunos casos, si es mucho pedir, porque no toda la gente puede disfrutar de una familia, y en segundo lugar, de aquellos que lo pueden hacer, habría que ver cuánta paz existe en ellos. Así que se dice fácil, pero que lo sea, está por verse.

Con esto en mente, tomé a mi familia y nos fuimos a pasear. En esta ocasión el tema fue ver una exposición del Ejército y la Fuerza Aérea Mexicana.

-          Bueno, – me dijo mi hija resignada - pero cuando regresemos ponemos el pino.

-          Sí hijita…


Apenas nos apeamos en el estacionamiento y escuchamos el redoble de tambores y el sonar de clarines que desde la plaza cívica hacía una demostración para la concurrencia.

Todo un estacionamiento, estaba convertido en un museo militar. En él se exhibían vehículos de varios tipos, cañones, tanques, un yate, un avión y un helicóptero. Con gran orgullo los elementos de ejército hacían las veces de guías y te mostraban cada una de sus especialidades. Las disciplinas en las qué estaban entrenados y  cómo es que estaban capacitados para prestar ayuda en cualquier contingencia  nacional.

También había una demostración de perros entrenados por policías militares,  un área dedicada al equipo especial de paracaidistas y otro al de boinas verdes, un equipo de élite entrenado para misiones especiales que honestamente ni sabía que existía. Con ellos podías atravesar una cámara oscura para vivir la experiencia de una expedición nocturna con visores especiales y descolgarte desde las alturas haciendo rapel.

Por encima de todo lo que vimos, me gustó el orgullo con el que los militares nos mostraban sus habilidades y su disponibilidad para actuar en cualquier circunstancia “Nuestro amor a la patria es lo que nos hace ayudar y si es necesario dar la vida por personas que ni siquiera sabemos cómo se llaman”

Pero también me gustó el orgullo y el respeto que los visitantes les manifestábamos en el saludo, en la atención a sus explicaciones y en el reconocimiento de su labor.  Estoy consciente de que nuestro ejército no es el más equipado ni el más moderno del mundo, por el contrario, creo que tiene grandes carencias y un limitado presupuesto, sin embargo me gustó la entrega que percibí en todos y cada uno de los oficiales con los que platiqué.

Aclaro como dicen en la radio, que “Este programa es ajeno a cualquier partido político, queda estrictamente prohibido su uso para fines distintos a los establecidos en el programa” pero así como se los platico,  así fue.

De camino a la casa, ya me imaginaba que apenas apagara el carro, la petición de mi hija volvería al ataque, así que previendo el drama, preferí llegar a rentar unas películas.  El plan funcionó a la perfección, nadie se acordó del pino hasta el domingo:

-          ¿Ahora si – me dijo mi niña casi abriéndome los párpados por la mañana -  ya podemos poner el pino?

-          ¿Y si desayunamos primero, hijita? – balbuceé todavía dormido.

Ignoro cómo lo hice, pero logré que saliéramos de la casa desde temprano y regresamos hasta que los críos estaban dormidos. No tenía precisamente ganas de salir, lo que quería evadir a toda costa era la soporífera idea de poner el pino, justamente el día de la Revolución Mexicana. Por alguna razón  mi espíritu navideño no estaba en sintonía.  

Llegamos al lunes 21 de noviembre, día de asueto en nuestro calendario oficial. Por disposición oficial nadie trabaja, y la verdad es que a mí me costaba trabajo la simple idea de poner el pino. Pero tenía claro que la promesa estaba hecha, y mi plazo había llegado a su fin, por lo tanto la tarea era impostergable.

-          Hija mía, hoy vamos a poner el pino.

-          ¡Yupi! –celebró.

-          Pero antes vamos a ir a la juguetería para que me digas qué le piensas encargar a Santa Claus.


Hasta eso fui capaz de hacer con tal de aplazar lo más posible la fatídica tarea. Finalmente después de comer iniciamos lo inaplazable, comenzamos por sacar las cajas donde guardamos los artículos navideños y poco a poco cada cosa fue ocupando su lugar. Mi niña se enfadó en menos de diez minutos y decidió que era mejor idea irse a ver la tele. Mientras tanto sus padres, o mejor dicho su madre, terminaba la decoración del pino mientras bailaba al navideño ritmo de Moderatto.

Cuando el pino estuvo terminado mis hijos contentos lo contemplaron sabedores de que ya tienen dónde poner la carta para Santa.

-          ¿Contenta hija? Finalmente la promesa está cumplida y el pino terminado.

-          Gracias, papá, pero ahora ¿Podemos poner las luces de la cochera?

Creo que aquí hice un bizco… lo cierto es  que los niños nunca están conformes, y de que se les mete una idea en la cabeza, no han de descansar hasta verla cumplida.

Finalmente concluimos la semana rodeados del cariño familiar y con un nacimiento que nos recuerda que lo importante no es qué hagamos ni cómo lo hagamos,  sino con quién disfrutamos  y compartimos cada momento de nuestra vida.  No sé  para ustedes, pero para mí este fin, fue un  “Muy Buen Fin”.




miércoles, 16 de noviembre de 2011

De peces, tortugas, perros y yo.

Cuando mis hijos entraron al kínder, se dieron cuenta de que otras familias tenían mascotas, así que tan pronto llegaron a la casa nos pidieron que les compráramos una.

-          Con mucho gusto -  le dije a mi hija – Te voy a regalar un pececito.

-          No papá, - me dijo enfáticamente - Yo quiero tener un perro.



Así fue como inició el tema de las mascotas en casa. Por fortuna ser el papá, te da la autoridad necesaria para establecer las reglas y garantizar su observancia.



-          El perro llegará cuando deje de comprar pañales. – les dije a mis dos pequeños hijos.

-          ¿Qué? – dijeron ambos sorprendidos por no entender la relación que existía entre el perro y los pañales.

-          Tal como lo oyen, mis pequeños y queridos vástagos…

-          Papá ¿Qué significa “vástagos”? - me interrumpió Gaby

-          Significa… ¿Quieres que te lo explique en sentido literal o en sentido figurado?

-          Olvídalo, mejor dinos ¿qué tiene que ver el perro con los pañales?

-          Quiero decir que ustedes están muy pequeños como para hacerse responsables de un perro.

-          Si, ya lo sé - aceptó Gaby – pero tú y mamá nos van a ayudar.

-          Ya me lo figuraba. Y por lo mismo,  el perro llegará a esta casa cuando ustedes dos dejen de usar pañal. Tu mamá y yo no vamos a andar limpiando cacas de niño y cacas de perro simultáneamente. Y como a ustedes ya los tenemos aquí, el perro tendrá que esperar.

-          Ay papá…

Así transcurrió un buen tiempo, mis hijos seguían con el ánimo de tener un perro, pero no  lograban superar la prueba de madurez que interesadamente les había puesto. Mientras tanto yo casi me hago accionista de “Huggies ultra confort”, con participación en pañales y toallitas húmedas.

Un buen día mi hija dejó el pañal y vimos conveniente premiar ese 50% del logro cumplido, con el ánimo de motivar a que nuestro hijo hiciera lo mismo. Así que fuimos a comprar un pez beta.

Los peces beta son mascotas altamente recomendables cuando no dispones ni de tiempo, ni de espacio para atenderlos. En una ocasión declaré que demandaban “cero mantenimiento” y me gané el repudio de un exagerado que me dijo que “¡Cómo era posible que hubiera gente tan insensible que tuviera mascotas y no las atendiera!”

-          Yo formo parte de la sociedad protectora de animales -  me dijo.

-          ¿Cómo protector, o como protegido?  - Le pregunté. No me contestó, hizo un mohín y mejor se fue.

A pesar de ser un ejemplar macho, el mentado beta es rosa, así que mi hija optó por llamarlo “Melody”, y en silenciosa ignominia ha tenido que vivir todo este tiempo llevando a cuestas un nombre propio del sexo opuesto.

Cabe señalar que en casa hemos tenido dos “Melodys” debido a que al regresar de un viaje nos enteramos que el original había pasado a mejor vida (quizá de nostalgia por el abandono) y nuestra cuidadora tuvo la gentileza de obsequiarnos  un ejemplar igualito. (Esta información es confidencial y por ningún motivo debe salir de territorio nacional ni llegar a oídos de mi hija).

Con el tiempo, vimos conveniente la adquisición de otro ejemplar beta ahora para mi hijo. Encontramos uno azul y mi retoño en una explosión de creatividad decidió nombrarlo “Nemo”. Por cerca de dos años, Nemo y Mélody vivieron tan felices, como dos buenos vecinos que no se hablan.

En esos dos años, por obra de Dios y habilidad de mis hijos dejé de comprar pañales y  toallitas húmedas, como era lógico, mis pequeños me demandaron que cumpliera mi promesa. 

-          Con todo gusto les compro el perro, - les dije -  Cuando se dejen de hacer pipí en la cama.

-          Ay papá…



Sin embargo, en ánimo de motivarlos a lograr su objetivo, otro día llegué a la casa con una tortuga. Si los peces me parecían de bajo mantenimiento, la tortuga les dijo “Quítense que ahí les voy”,  pues tan pronto llegó, se enterró y no la volvimos a ver en varios meses.



El pasado domingo Nemo apareció en el fondo de la pecera sin mucho ánimo de levantarse  - Para sueño atrasado ya fue mucho – pensé mientras hacía de tripas corazón para dar la trágica noticia a la familia.



-          Hijos míos, Nemo se murió.

-          No se murió – dijo Pablo – nada más se perdió pero su papá lo va a encontrar.

-          No hijo. No me refiero a Nemo el de la película sino al nuestro. O más bien, al tuyo.

-          Ah, ¿compramos otro? – preguntó si dejar de ver la tele.

-          Ya veremos

-          ¿cuándo? – preguntó Gaby.

-          Hoy – le contesté – bueno más bien hoy nos estamos dando cuenta todos.

Gaby hizo el ritual propio de una plañidera y finalmente tuve que reconocer que era momento de tener un perro.

Decidimos adoptar uno en lugar de comprarlo, y gracias a una excelente amiga, encontramos un evento de adopción donde con mínimos requisitos te podías llevar el ejemplar que más se acoplara a tu gusto y posibilidad.

El evento fue en un parque público. Llegamos y vimos más de treinta perros casi todos producto de cruzas de distintas razas y tamaños. Todos ellos con un denominador común, rescatados de una situación crítica y arrastrando una historia poco amable.  Fuimos recorriendo y viendo cada ejemplar junto a su dueño, algunos echados, otros alborotados y juguetones,  los menos atemorizados o ariscos, pero casi todos nerviosos y a la expectativa, como presintiendo que su destino estaba nuevamente en juego. 

Entre ellos estaba “Tina” una perrita color negro, que parece cachorro de labrador pero con las patas largas. De raza, mejor ni hablamos, basta decir que unos amigos compraron un cachorro de bóxer con más pedigrí que una familia de abolengo y cuyo pelo se toca suave como la seda, en cambio el pelo de Tina, tiene textura como de fibra lava trastes. Pero aun así decidimos adoptarla.

Apenas llegamos a la casa y mi niña sugirió:

-          Papá, porqué no la entrenamos para que no se haga pipí.

-          Hijita, no creo ser la persona indicada. Tardé cinco años intentándolo contigo. Pero en fin.

Pues para mi sorpresa, la mentada Tina, ha resultado tener muy buenos modales, el problema es que no hallamos la forma de corresponderle,  pues cada vez que llegamos de la calle y le hacemos un cariño, el ímpetu que siente al vernos la hace orinarse del gusto.






miércoles, 9 de noviembre de 2011

La librería


“Domingo por la  tarde, en lo alto brilla el sol…”, así comienza una entrañable canción del inolvidable Cri-Cri,  y así estaba la tarde del pasado domingo cuando llegamos al centro comercial “Andares”, una verdadera delicia de arquitectura comercial donde uno puede pasear y comprar, con la diferencia de que pasear es gratis y comprar, todo lo contrario.

Varias veces hemos estado en esa plaza comercial y llamaba mi atención que en uno de los rincones más escondidos del lugar, ocupando un local debajo de las escaleras que suben a las salas de cine, se encontraba minúscula y silenciosa una sucursal de librerías “Gonvill”. Me llené de júbilo cuando vi que la librería, no sólo permanece en la plaza, sino que ahora ocupa uno de los locales más protagónicos de centro comercial. Desde el segundo piso, de lado a lado, se deja ver su nuevo letrero y su nueva fachada con un gran exhibidor que casi se sale al pasillo, la nueva librería invita a entrar y a disfrutar todo lo que ahí se exhibe.

Verla y que un hilo de baba bajara por la comisura de mis labios y fuera a parar a la cabeza de mi pequeño hijo fue una y la misma cosa. Pablo nada más dijo – ¿Está lloviendo? Y eso fue lo que me hizo cerrar la boca.

-  No está lloviendo, hijo mío, pero por lo que veo creo que va a nevar.  -

Obviamente eso lo dije en sentido figurado, en función de que veía a una librería a la par de cualquier tienda “de marca” como las que suelen pulular en este centro.

-   Miren, hay una librería nueva.-  Y como si fuera el camión de los helados, todos nos fuimos directo a verla.

La librería luce amplia, limpia y bien iluminada, te recibe un aparador embebido en un muro  donde puedes ver los diez ejemplares más vendidos al momento.

Estantería y mobiliario de corte moderno y colorido exhiben libros a todas las alturas para que estén a la vista de chicos y grandes. Conforme vas entrando alcanzas a ver a mediación del lugar, una sala de estar, con cómodos sillones y mesitas de exhibición por todos lados que te invitan a dejar el ajetreo por un momento y tomar un descanso en compañía de un libro.  Aquí sí se pueden ver, hojear y hasta leer, no como en los puestuchos de medio pelo donde lucen letreros que dicen “Se prohíbe hojear libros y revistas” y donde a menudo pienso -Me podrás prohibir “hojearlas”, pero no “ojearlas.-”

Pasada la sala de estar, comienza otra área de exhibición y al fondo de ésta, un árbol que llega hasta el techo y del cual cuelgan letras como si fueran frutos, alberga el área de libros y cuentos infantiles llegando así al fondo de la librería.
Que bueno es ver una sucursal de Gonvill, al lado de una tienda de Dockers, Levi's o de Guess. Que gusto me da verla instalada entre tiendotas como “Liverpool” y “El Palacio de Hierro”, con todo y su frívola frase de “Todo con exceso, nada con medida.”

Bien por Gonvill, bien por los que piensan que los libros no solo deben ser parte de nuestra vida, sino que además deben ocupar un lugar importante y no estar destinados a llenar el último rincón.  Ya lo dijo Juan Villoro en su libro intitulado “El libro salvaje”:   “Un libro nunca es sólo un libro”  o  “Los libros existen para ser compartidos.”

Yo me pregunto, ¿Qué lugar ocupan los libros en nuestras casas? ¿Qué lugar ocupan los libros en nuestras vidas?

Afortunadamente y para mi beneplácito, pasamos más de una hora metidos en aquel sacrosanto lugar, donde alejados del ajetreo dominical que suele haber en un centro comercial, compartí por un momento el pensamiento de los que han trascendido los años y los siglos, y que gracias a los libros, sus ideas pueden alimentar las mías.   

“Desde hace dos días me duele una idea” dice otro de los personajes de Villoro, que después comenta “Un buen lector, no es el que lee más libros, sino el que encuentra más cosas en lo que lee.”

Qué importante es leer, nuestra mente se estimula, nuestro vocabulario se amplía y nuestra capacidad para pensar y para expresar nuestras ideas, se incrementa y se clarifica. Comparto mi gusto por leer con la gente que me rodea, no obstante llegó el momento en que tuvimos que partir y convoqué a mis hijos para que nos fuéramos.  

Mi hija no quería irse hasta que nevara, porque tenía la ilusión de hacer angelitos en la nieve.

La convencí con un helado y partimos a casa, seguros de que volveríamos. Por lo pronto, tengo que vaciar el buró con los volúmenes que están haciendo fila esperando a ser hojeados y ojeados. Tengo tarea.















miércoles, 2 de noviembre de 2011

Me muero, pero de risa…

Siendo niño le pregunté a mi abuelita Maye

-           ¿A ti de qué te gustaría morirte?

-          De risa – me contestó soltando una carcajada.

Su deseo no se le cumplió, pero sus últimos años los vivió rodeada de cariño que siempre correspondió con sonrisas  amables y cariñosas, tanto para familiares, como para vecinos y transeúntes en general.

Siendo el nieto número veinticuatro de un total de veintisiete, me tocó conocer sólo los últimos años de su vida. Seguramente mis primos mayores podrán contar, anécdotas y vivencias de otra etapa de su vida (ojalá que así sea), yo la recuerdo en especial, hoy que es día de muertos y en estas líneas les platico un poquito cómo fue.

Si le pusiera un tradicional altar mexicano, no podría adornarlo con flores de cempasúchil, a mi abuela le gustaban los geranios y las adelfas en flor. Tenía un patio grande adornado con macetas y jardineras donde las plantas se daban gusto desde marzo hasta octubre. Siempre protegidas bajo la fronda señorial del gran pirú, al que nosotros acostumbrábamos llamar “pirúl”  pero muy a la mano de los balonazos que eventualmente alguno de los primos atinábamos volviendo aquello una tragedia doble, por la planta y por la maceta. Recoger los tepalcates y salir corriendo  era lo menos que podíamos hacer con la ilusa esperanza de que habiendo tantas macetas nadie notara que faltaba una.

Si le hiciera un altar, no podría poner el tradicional vaso de agua, pondría una botella de rompope y otra de Don Pedro.  Bebidas que solía frecuentar en tiempo de frío, bajo el pretexto de mantenerse calientita y evitando con ello gastar inútilmente en llenar el tanque de petróleo del calentador.  Solía decir: “¿Pa'  qué caliento este caserón pa´ mi sola?, mejor tráiganme otra de Don Pedro”.

Si le hiciera un altar, no pondría en él la tradicional figura de un perro:  Pondría  gallinas, conejos, palomas y una gansa. Aquella gansa que viviendo en el patio trasero de la casa, al cual llamábamos “corral”,  ponía diariamente un huevo tan grande y de tan peculiar sabor,  que a nadie le gustaba, pero que mi abuelita tampoco estaba dispuesta a desperdiciar, así que diariamente guisaba el gigantesco huevo y se lo daba de comer a la misma gansa que unas horas antes lo había puesto.  En aquella época no estaba de moda el concepto “autosustentable”  pero ahora cualquiera podría asegurar que aquella gansa sin duda lo era.

También tenía palomas que se alimentaban libremente cuando se esparcía  por el suelo el alimento para las gallinas. Sin embargo, aquellas palomas eran tan mansas que era fácil atraparlas. Situación que aprovechaba mi abuela para ofrecerlas en venta cada vez que había festejos patrios o ceremonias cívicas en plazas y escuelas cercanas. Mi abuela vendía las palomas, la gente las atrapaba y se las llevaba para soltarlas en las ceremonias, una vez puestas en libertad, las aves llegaban en minutos nuevamente a la casa de mi abuela mientras ella se regocijaba contemplando como retornaba su inversión.

Si le pusiera un altar y pusiera en él las cosas propias de su oficio, tendría que poner los artículos que vendía en el zaguán de su casa.  Macetas de barro, escobas y trapeadores  que exhibía por el aparador más pequeño que mis ojos hayan visto, se trataba de un postigo de menos de quince centímetros de ancho que abría por las mañanas y cerraba por las tardes,  donde recargaba por el interior una escoba y un trapeador indicando con ello, que había mercancía en venta.

Si pusiera en el altar las cosas que a ella le gustaban, no me cabrían los libros y las enciclopedias de pasta dura que le encantaba hojear y leer para después comentar y llevarte con la imaginación a conocer los grandes museos de Europa.  También dejaría un espacio para poner en él los discos de Joan Manuel Serrat y la colección entera de Cri Cri  con  cuentos de Manuel Bernal.

También sería preciso poner junto al altar, dos o tres mecedoras, como siempre las hubo en el zaguán de su casa, aquel que jamás estuvo cerrada con llave, porque todo el que pasaba sabía que con empujar la puerta y mover la silla que la atoraba por el interior, podía entrar a descansar y a disfrutar de una amena charla con la dueña de la casa. Allí toda la gente era bienvenida.

Si tuviera que hacerle  un altar, se lo haría muy grande, seguro le encantaría que ocupara la mitad de la sala y seguro me pediría que le abriera las ventanas que dan hacia la calle para que la gente que pasa lo pueda ver y disfrutar.  Así como lo hacía cada año, con el nacimiento durante la navidad.  Y seguramente le encantaría ver su casa llena de familia, lista para recibir a los peregrinos que desde la parroquia venían cantando villancicos por la calle pidiendo posada.  Ahí siempre hubo posada para todos.  Así fue la casa de Maye, así fue la casa de todos.