- Con mucho gusto - le dije a mi hija – Te voy a regalar un pececito.
- No papá, - me dijo enfáticamente - Yo quiero tener un perro.
Así fue como inició el tema de las mascotas en casa. Por fortuna ser el papá, te da la autoridad necesaria para establecer las reglas y garantizar su observancia.
- El perro llegará cuando deje de comprar pañales. – les dije a mis dos pequeños hijos.
- ¿Qué? – dijeron ambos sorprendidos por no entender la relación que existía entre el perro y los pañales.
- Tal como lo oyen, mis pequeños y queridos vástagos…
- Papá ¿Qué significa “vástagos”? - me interrumpió Gaby
- Significa… ¿Quieres que te lo explique en sentido literal o en sentido figurado?
- Olvídalo, mejor dinos ¿qué tiene que ver el perro con los pañales?
- Quiero decir que ustedes están muy pequeños como para hacerse responsables de un perro.
- Si, ya lo sé - aceptó Gaby – pero tú y mamá nos van a ayudar.
- Ya me lo figuraba. Y por lo mismo, el perro llegará a esta casa cuando ustedes dos dejen de usar pañal. Tu mamá y yo no vamos a andar limpiando cacas de niño y cacas de perro simultáneamente. Y como a ustedes ya los tenemos aquí, el perro tendrá que esperar.
- Ay papá…
Así transcurrió un buen tiempo, mis hijos seguían con el ánimo de tener un perro, pero no lograban superar la prueba de madurez que interesadamente les había puesto. Mientras tanto yo casi me hago accionista de “Huggies ultra confort”, con participación en pañales y toallitas húmedas.
Un buen día mi hija dejó el pañal y vimos conveniente premiar ese 50% del logro cumplido, con el ánimo de motivar a que nuestro hijo hiciera lo mismo. Así que fuimos a comprar un pez beta.
Los peces beta son mascotas altamente recomendables cuando no dispones ni de tiempo, ni de espacio para atenderlos. En una ocasión declaré que demandaban “cero mantenimiento” y me gané el repudio de un exagerado que me dijo que “¡Cómo era posible que hubiera gente tan insensible que tuviera mascotas y no las atendiera!”
- Yo formo parte de la sociedad protectora de animales - me dijo.
- ¿Cómo protector, o como protegido? - Le pregunté. No me contestó, hizo un mohín y mejor se fue.
A pesar de ser un ejemplar macho, el mentado beta es rosa, así que mi hija optó por llamarlo “Melody”, y en silenciosa ignominia ha tenido que vivir todo este tiempo llevando a cuestas un nombre propio del sexo opuesto.
Cabe señalar que en casa hemos tenido dos “Melodys” debido a que al regresar de un viaje nos enteramos que el original había pasado a mejor vida (quizá de nostalgia por el abandono) y nuestra cuidadora tuvo la gentileza de obsequiarnos un ejemplar igualito. (Esta información es confidencial y por ningún motivo debe salir de territorio nacional ni llegar a oídos de mi hija).
Con el tiempo, vimos conveniente la adquisición de otro ejemplar beta ahora para mi hijo. Encontramos uno azul y mi retoño en una explosión de creatividad decidió nombrarlo “Nemo”. Por cerca de dos años, Nemo y Mélody vivieron tan felices, como dos buenos vecinos que no se hablan.
En esos dos años, por obra de Dios y habilidad de mis hijos dejé de comprar pañales y toallitas húmedas, como era lógico, mis pequeños me demandaron que cumpliera mi promesa.
- Con todo gusto les compro el perro, - les dije - Cuando se dejen de hacer pipí en la cama.
- Ay papá…
Sin embargo, en ánimo de motivarlos a lograr su objetivo, otro día llegué a la casa con una tortuga. Si los peces me parecían de bajo mantenimiento, la tortuga les dijo “Quítense que ahí les voy”, pues tan pronto llegó, se enterró y no la volvimos a ver en varios meses.
El pasado domingo Nemo apareció en el fondo de la pecera sin mucho ánimo de levantarse - Para sueño atrasado ya fue mucho – pensé mientras hacía de tripas corazón para dar la trágica noticia a la familia.
- Hijos míos, Nemo se murió.
- No se murió – dijo Pablo – nada más se perdió pero su papá lo va a encontrar.
- No hijo. No me refiero a Nemo el de la película sino al nuestro. O más bien, al tuyo.
- Ah, ¿compramos otro? – preguntó si dejar de ver la tele.
- Ya veremos
- ¿cuándo? – preguntó Gaby.
- Hoy – le contesté – bueno más bien hoy nos estamos dando cuenta todos.
Gaby hizo el ritual propio de una plañidera y finalmente tuve que reconocer que era momento de tener un perro.
Decidimos adoptar uno en lugar de comprarlo, y gracias a una excelente amiga, encontramos un evento de adopción donde con mínimos requisitos te podías llevar el ejemplar que más se acoplara a tu gusto y posibilidad.
El evento fue en un parque público. Llegamos y vimos más de treinta perros casi todos producto de cruzas de distintas razas y tamaños. Todos ellos con un denominador común, rescatados de una situación crítica y arrastrando una historia poco amable. Fuimos recorriendo y viendo cada ejemplar junto a su dueño, algunos echados, otros alborotados y juguetones, los menos atemorizados o ariscos, pero casi todos nerviosos y a la expectativa, como presintiendo que su destino estaba nuevamente en juego.
Entre ellos estaba “Tina” una perrita color negro, que parece cachorro de labrador pero con las patas largas. De raza, mejor ni hablamos, basta decir que unos amigos compraron un cachorro de bóxer con más pedigrí que una familia de abolengo y cuyo pelo se toca suave como la seda, en cambio el pelo de Tina, tiene textura como de fibra lava trastes. Pero aun así decidimos adoptarla.
Apenas llegamos a la casa y mi niña sugirió:
- Papá, porqué no la entrenamos para que no se haga pipí.
- Hijita, no creo ser la persona indicada. Tardé cinco años intentándolo contigo. Pero en fin.
Pues para mi sorpresa, la mentada Tina, ha resultado tener muy buenos modales, el problema es que no hallamos la forma de corresponderle, pues cada vez que llegamos de la calle y le hacemos un cariño, el ímpetu que siente al vernos la hace orinarse del gusto.
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