domingo, 18 de octubre de 2020

Normalizando la Vulgaridad

 

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Llegué con mi familia a cargar gasolina. Al bajar la ventanilla para ser atendido, nos percatamos de que en la gasolinera había música de reguetón a todo volumen. Era imposible no escuchar la letra de la canción; cuyo contenido era un catálogo de frases explícitamente sexuales. ¿Por qué tienen esa música a todo volumen? - le pregunté a la despachadora, - ¿Cuál? - me contestó como si no entendiera la pregunta.
Hay gente que presume de no escandalizarse con nada, como si fueran indolentes a todo. No sé si es una virtud o una indiferencia generalizada. ¿Será que hemos abierto tanto la mente que ya parece un contenedor de basura donde se puede verter cualquier cosa?, ¿O será que nos hemos blindado ante todo y ya nada nos perturba?
Conocí las groserías desde que era niño, y acepto que muchas otras vulgaridades fueron llegando con el tiempo, pero siempre tuve claro que esa forma de hablar no era apropiada para expresarse en cualquier lado ni con todas las personas. Las groserías han existido siempre y la vulgaridad es tan vieja como la profesión más antigua. También sé que las palabras, su significado y su uso cambian de región a región, eso lo entiendo. Lo que no entiendo, es como mucha gente no se incomoda por el hecho de que dicha vulgaridad se normalice, a tal grado, que poco a poco va formando parte del paisaje urbano. Nos estamos acostumbrando a que ahora así es nos guste o no. Me parece que cada cosa, incluyendo eso, funciona mejor cuando tiene su tiempo y su espacio adecuado.
Hablando de contenidos, parece que el mérito y el éxito dejaron de ser para quien sea capaz de decir las cosas de la mejor manera, ahora el reconocimiento y la fama son para quien cada día se atreve a más.

La Importancia de tener un Roommate.

Cuando cursé la universidad, viví en las residencias del mismo campus. Los edificios tenían la modalidad de cuartos individuales y cuartos dobles. Obviamente la exclusividad costaba más, sin embargo, el servicio se ofrecía porque había quien lo pagaba. La mayoría, teníamos cuartos dobles.

Durante la carrera, tuve varios compañeros de cuarto, más allá de haber hecho buenos amigos, fueron personas con las cuales aprendí a convivir y a compartir experiencias dulces y amargas.
Estudié arquitectura, y reconozco que vivir con un arquitecto en ciernes, demanda un esfuerzo mayor. Para empezar, tenía mi mesa de trabajo o restirador, con el cual invadía una porción de cuarto más allá de lo estrictamente equitativo. Como si eso fuera poco, mis roommate´s tuvieron que aprender, (Porque no les quedaba de otra) a dormir con la eterna luz de mi lámpara encendida hasta altas horas de la noche, y cuando por fin me iba a dormir, apenas ponía la cabeza en la almohada y comenzaba a roncar como camión en subida.
Hasta la fecha; como dice la canción de Alberto Cortez: “Les adeudo la paciencia de tolerarme las espinas más agudas…” mi respeto y gratitud ante todo.
Destaco aquellos años, porque fue cuando aprendimos que para convivir hay que aprender a ceder. Tampoco es que yo haya sido el malo de la película y mis camaradas una perita en dulce… cada quien tuvo lo suyo. Por eso el tema es complejo, porque la responsabilidad se comparte.
Cuando convives con alguien, al nivel de compartir la habitación. Aprendes a respetar y a pedir respeto. También a ser comprensivo y no sólo a pedir que todos nos comprendan. Detalles tan simples como mantener la limpieza y el orden de cada cosa en su lugar, tienen su mérito. Saber respetar la disparidad de horarios, los tiempos de estudio, de trabajo y de descanso, los momentos y volúmenes adecuados para ver televisión o escuchar música, etc. todo se vuelve materia de saber llegar a acuerdos.
Y yo me pregunto, ¿En qué momento aprenden a hacer eso los que vivían en habitaciones independientes? También me tocó un par de años convivir con ellos, y aprendí que los perfiles de estos jóvenes tenían su particularidad. Casi siempre se trataba de hijos únicos, o de hijos varones que sólo tenían hermanas, así que por su estilo de vida, nunca tuvieron necesidad de compartir habitación con nadie, y si no lo hicieron en su propia casa, mucho menos estaban dispuestos a hacerlo en plena juventud y con gente desconocida.
Quienes tenían su habitación independiente y exclusiva para ellos, eran amos y señores de su espacio y de su tiempo, no había ni quien los gobernara, ni a quién rendirle cuentas, y en este universo igual había personas disciplinadas a nivel militar, como otros que carecían de los más básicos hábitos de higiene y no consideraban necesario tender su cama durante todo el semestre, por citar algunos ejemplos.
No estoy diciendo que mi método sea el mejor, hay muchas formas de aprender en la vida, pero si me acuerdo cuando veo como la sociedad que vemos en las noticias, en las redes y en la calle, la intolerancia, el individualismo, las faltas de respeto y la falta de empatía de mucha gente han crecido tanto, que pareciera que ceder fuera un signo de debilidad o de humillación, como si aceptar el punto de vista de alguien más equivaliera a que pisoteara nuestro derecho a tener la razón. Y no es así, porque permitir hablar a los demás, escuchar sus argumentos y tomar decisiones en base al bien mayor, son signos de fortaleza, propios de quienes saben resolver conflictos y conciliar acuerdos.
Mucho de esto lo aprendí en la universidad, pero no en los salones ni con mis maestros, sino en las residencias y con mis amigos. A todos ellos, y en especial a quienes fueron mis roommates, mi agradecimiento perpetuo, esperando perduren los gratos recuerdos.