- ¿A ti de qué te gustaría morirte?
- De risa – me contestó soltando una carcajada.
Su deseo no se le cumplió, pero sus últimos años los vivió rodeada de cariño que siempre correspondió con sonrisas amables y cariñosas, tanto para familiares, como para vecinos y transeúntes en general.
Siendo el nieto número veinticuatro de un total de veintisiete, me tocó conocer sólo los últimos años de su vida. Seguramente mis primos mayores podrán contar, anécdotas y vivencias de otra etapa de su vida (ojalá que así sea), yo la recuerdo en especial, hoy que es día de muertos y en estas líneas les platico un poquito cómo fue.
Si le pusiera un tradicional altar mexicano, no podría adornarlo con flores de cempasúchil, a mi abuela le gustaban los geranios y las adelfas en flor. Tenía un patio grande adornado con macetas y jardineras donde las plantas se daban gusto desde marzo hasta octubre. Siempre protegidas bajo la fronda señorial del gran pirú, al que nosotros acostumbrábamos llamar “pirúl” pero muy a la mano de los balonazos que eventualmente alguno de los primos atinábamos volviendo aquello una tragedia doble, por la planta y por la maceta. Recoger los tepalcates y salir corriendo era lo menos que podíamos hacer con la ilusa esperanza de que habiendo tantas macetas nadie notara que faltaba una.
Si le hiciera un altar, no podría poner el tradicional vaso de agua, pondría una botella de rompope y otra de Don Pedro. Bebidas que solía frecuentar en tiempo de frío, bajo el pretexto de mantenerse calientita y evitando con ello gastar inútilmente en llenar el tanque de petróleo del calentador. Solía decir: “¿Pa' qué caliento este caserón pa´ mi sola?, mejor tráiganme otra de Don Pedro”.
Si le hiciera un altar, no pondría en él la tradicional figura de un perro: Pondría gallinas, conejos, palomas y una gansa. Aquella gansa que viviendo en el patio trasero de la casa, al cual llamábamos “corral”, ponía diariamente un huevo tan grande y de tan peculiar sabor, que a nadie le gustaba, pero que mi abuelita tampoco estaba dispuesta a desperdiciar, así que diariamente guisaba el gigantesco huevo y se lo daba de comer a la misma gansa que unas horas antes lo había puesto. En aquella época no estaba de moda el concepto “autosustentable” pero ahora cualquiera podría asegurar que aquella gansa sin duda lo era.
También tenía palomas que se alimentaban libremente cuando se esparcía por el suelo el alimento para las gallinas. Sin embargo, aquellas palomas eran tan mansas que era fácil atraparlas. Situación que aprovechaba mi abuela para ofrecerlas en venta cada vez que había festejos patrios o ceremonias cívicas en plazas y escuelas cercanas. Mi abuela vendía las palomas, la gente las atrapaba y se las llevaba para soltarlas en las ceremonias, una vez puestas en libertad, las aves llegaban en minutos nuevamente a la casa de mi abuela mientras ella se regocijaba contemplando como retornaba su inversión.
Si le pusiera un altar y pusiera en él las cosas propias de su oficio, tendría que poner los artículos que vendía en el zaguán de su casa. Macetas de barro, escobas y trapeadores que exhibía por el aparador más pequeño que mis ojos hayan visto, se trataba de un postigo de menos de quince centímetros de ancho que abría por las mañanas y cerraba por las tardes, donde recargaba por el interior una escoba y un trapeador indicando con ello, que había mercancía en venta.
Si pusiera en el altar las cosas que a ella le gustaban, no me cabrían los libros y las enciclopedias de pasta dura que le encantaba hojear y leer para después comentar y llevarte con la imaginación a conocer los grandes museos de Europa. También dejaría un espacio para poner en él los discos de Joan Manuel Serrat y la colección entera de Cri Cri con cuentos de Manuel Bernal.
También sería preciso poner junto al altar, dos o tres mecedoras, como siempre las hubo en el zaguán de su casa, aquel que jamás estuvo cerrada con llave, porque todo el que pasaba sabía que con empujar la puerta y mover la silla que la atoraba por el interior, podía entrar a descansar y a disfrutar de una amena charla con la dueña de la casa. Allí toda la gente era bienvenida.
Si tuviera que hacerle un altar, se lo haría muy grande, seguro le encantaría que ocupara la mitad de la sala y seguro me pediría que le abriera las ventanas que dan hacia la calle para que la gente que pasa lo pueda ver y disfrutar. Así como lo hacía cada año, con el nacimiento durante la navidad. Y seguramente le encantaría ver su casa llena de familia, lista para recibir a los peregrinos que desde la parroquia venían cantando villancicos por la calle pidiendo posada. Ahí siempre hubo posada para todos. Así fue la casa de Maye, así fue la casa de todos.
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