miércoles, 31 de agosto de 2011

"La Alemana", toda una aventura

“La Alemana” toda una aventura.
Absténganse aquellos lectores que piensen encontrar en esta columna, la reseña de algún encuentro fortuito entre el que escribe y una Sajona. El título de “La Alemana” aunque sugestivo, se refiere a otra cosa.
En días pasados apareció en un periódico de la localidad un artículo sobre los restaurantes más antiguos de Guadalajara, siendo “La Alemana” el establecimiento que se lleva todos los honores en tanto a longevidad culinaria se refiere. Este pretexto fue lo que detonó que el domingo pasado nos apersonáramos en el citado restaurante para constatar ¡Cómo han pasado los años¡ y no nos mintieron.
A lo largo de 104 años, (según la fecha inscrita en el menú) Este restaurante ha dado de comer y de beber a muchos comensales. Se trata de un establecimiento actualmente modesto, que quizá en alguna época resultó ser de postín.  Instalado en donde la Av. Revolución cambia su nombre por el de Miguel Blanco, o para más fácil referencia, a espaldas del templo de Nuestra Señora de Aranzazú,  La Alemana sigue brindando servicio a quien decida entrar.  Sin duda que la permanencia la ha ganado por la calidad de sus alimentos y la afabilidad de quienes laboran ahí. Méritos que más allá de nuestros gustos, ha sido, son y seguirán siendo parte del patrimonio de esta ciudad.
Nos instalamos en una de las mesas del balcón del segundo piso, así que gozábamos de una vista hacia el templo, las rutas de camiones, los taxis, las calandrias y los “viene viene”. Junto a nuestra mesa un piano vertical en color negro, que quizá tenía tantos años como el restaurante, mismos que nadie se había ocupado de dale, ya no digamos una manita de gato, ni siquiera una sacudida.
Pedí una sopa de cebolla gratinada.
-          ¿Pero la quiere completa? – me preguntó el mesero, que quizá labora allí desde la inauguración
-          Pues claro, ¿o acaso tiene medias órdenes?
-          No, aquí nada más se sirve así como es…
-          Pues así tráigamela, no faltaba más… (y me quedé pensando ¿qué me irá a traer?)

Me trajo un refractario redondo igual al que usa Gilda para hacer el “pay” de jamón y queso con el que come toda la familia.  Había cebolla como para surtir a una taquería. Y ¿Adivinen qué?,  No tenía queso.
-  ¿Y por qué la llaman gratinada si no tiene queso? – le pregunté nuevamente al mesero.
-  Ah, yo no sé, así la servimos aquí.  
Aunque de sabor no estaba nada mal, evidentemente no me la terminé, por varias razones.
Primero  porque a pesar de que me gusta la cebolla, no suelo alimentarme exclusivamente de ella.
En segundo lugar por no correr el riesgo de que mi estómago me hiciera un extraño y nos obligara a viajar con las ventanas abiertas todo el camino de regreso.
Y tercero, lo que más me preocupaba era tener que dormir con el ventilador de techo apagado, por miedo a que las sábanas se enredaran en él; producto de la levitación y se ocasionara con esto un accidente.
Pedimos también unas milanesas empanizadas  (seguro allí nadie ha oído hablar de las “grasas trans”) y unas enchiladas que no estaban nada mal. Todo esto  mientras yo seguía con el solo de cebolla sin queso. Así marchaba todo hasta que llegó el pianista. Llegó de la planta baja, porque allá también tienen un piano.
Levantó la tapa que cubre las teclas y descubrí que es el único piano que he visto con teclas blancas, negras y percudidas (todas las escalas del centro). Comenzó a tocar “La Vida en Rosa”  o al menos eso parecía.  (si no había quien lo sacudiera… de afinarlo mejor ni hablamos) y entonces sí que aquello resultaba como para salir corriendo. Terminó y metió la mano dentro del instrumento (yo pensé, le va a picar un animal) y sacó de entre las cuerdas un bote con el que comenzó a recolectar una cooperación entre las mesas.  
Cuando terminó su ronda; yo por supuesto seguía comiendo cebolla,  se volvió a sentar al piano y volvió a tocar “La Vida en Rosa” otra vez. Ignoro si era la única pieza que conocía o si algún comensal se la pidió de nuevo.  A mí me daba igual, yo hubiera apostado a que el piano se desarmaba antes de que terminara la pieza.   
Salimos del restaurante, contentos de haberlo conocido y en honor a la verdad, bien comidos. Un restaurante de época, que se quedó precisamente en aquella época. Como lo dije antes lo vuelvo a decir ahora, un lugar tradicional de la cultura tapatía.
Cruzamos la calle y llegamos a la plaza, y como cualquier domingo abundaban los comerciantes. Con septiembre en puerta, los vendedores de artículos patrios se tejían entre la gente y mis hijos consideraron que en aquel momento necesitaban una trompeta cada uno.  Compré 2 por 30 pesos. A los 5 minutos de escuchar a mis hijos y sus instrumentos ya había cambiado de parecer… pensándolo bien el piano de La Alemana, no sonaba tan mal.

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