Con mi hija en la intimidad
Llegué de trabajar y como cada noche, mi pequeño vástago de tres años, me recibió con sus bracitos abiertos gritando:
- ¡Papá, te extrañé mucho! ¿me prestas tu teléfono?
Es una cruda muestra de amor filial que tengo que superar cada día. A mi hijo le da gusto verme debido a que llevo un teléfono conmigo. En fin.
Mi hija en cambio, con la madurez que le brindan sus cinco años de vida, me dijo: -
- ¡Papá, cierra los ojos, y ven! - (Cada vez que cierro los ojos y voy a algún lado termino dándome un madrazo en la pared o en la pata de algún mueble, pero ante una solicitud de mi hija, no me puedo resistir así que cierro los ojos y voy)
Total que a tientas, llegué hasta su cuarto donde su efusiva voz me recibió diciendo: - “Sorpresa”-Abrí los ojos y vi un hermoso collar hecho de cuentas azules, rosas y anaranjadas que había elaborado por sí sola. Sorprendido por el logro, le pedí que me dijera cómo lo había hecho y la felicité por su iniciativa.
Después me senté en su cama y ella lo hizo también, le pregunté cómo había sido su día en la escuela, sus nuevas amigas y las cosas que había hecho durante la tarde. De todo me dio santo y seña. Comenzó por decirme que en la escuela había tenido clase de yoga y me mostró las posturas nuevas que ha aprendido, después me dijo que había trabajado rallando un jabón de manos en un rallador de queso para hacer no se qué trabajo manual. Luego me contó lo que había comido y con quién había jugado. Y lo más maravilloso de todo, nadie nos interrumpió. Fue una hermosa conversación de padre e hija.
Diez o quince minutos fueron suficientes para contarnos uno al otro lo que habíamos hecho y cuánto nos habíamos extrañado. Finalmente la dejé dormir y salí de su habitación feliz de haber tenido aquella plática.
Luego salí a buscar al vastaguito de mis entrañas con el ánimo de mandarlo a dormir y recuperar mi teléfono. Así lo hice sin más trámite.
Más tarde, tratando de sacarle provecho al insomnio (que por cierto, ¡como me quita el sueño!) me puse a reflexionar sobre los factores que habían hecho que la conversación con mi hija hubiera sido algo especial, y llegué a la siguiente conclusión. La plática fue encantadora porque le demostré interés en los temas que para ella son importantes, la felicité por sus logros de ese día y le di el estímulo para que siga haciendo aquello que tanto le gusta.
Interés, felicitación y estímulo. No hubo crítica, no fui juez de sus acciones, ni siquiera hubo consejos de mí para ella. Solo interés, felicitación y estímulo que los pude abreviar en tres iniciales (IFE) son las mismas siglas, que las que forman el acróstico del Instituto Federal Electoral. Así fácilmente las voy a recordar.
Ahora me pregunto, cuanto mejor serían las relaciones entre padres e hijos, entre parejas, entre hermanos, entre compañeros de trabajo, entre vecinos, si todos nos diéramos un poquito de (IFE) unos a otros.
Cuan diferentes serían nuestras relaciones si dejáramos de juzgar la vida de los demás, si dejáramos de criticar o de estar aconsejando a la gente lo que debe o no debe de hacer. Que tanto mejorarían nuestras relaciones interpersonales sin todo ese tiempo lo invirtiéramos en interesarnos un poco por las cosas que son importantes para los demás, si tuviéramos la costumbre de felicitar los pequeños y grandes logros que cada día tienen las personas con las que convivimos y si tuviéramos en hábito de estimular a que cada quién persiga sus sueños y alcance sus metas haciendo aquello que más les gusta.
Quizá no pasaría nada, pero quizá atreviéndonos descubramos que si. ¿Por qué no vamos haciendo la prueba?
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