Desde hace muchos años me gustan las navajas. Me parecen bonitas y además útiles.
He tenido varias, algunas las he comprado y otras me las han regalado.
Recuerdo la primera que compré, fue en Toledo, España. Era de marca Muela, de una sola hoja, con su seguro metálico y cacha de madera. La usé un tiempo y un mal día la perdí. Recuerdo que cuando la compré, fue en una tienda de mostrador en el centro de aquella ciudad; que Agustín Lara bautizara como “Lentejuela del Mundo”, donde el tendero; un señor regordete con bigotes largos y voz atronadora, me regañó ofendido cuando intenté regatearle el precio de la pieza. Parece que lo estoy viendo, alzando la voz y manoteando me decía que su establecimiento era muy serio y que ahí las cosas valían lo que decían y no se regateaba nada. Como en la canción de Antonio Aguilar, …nomás el recuerdo queda.
Al pasar de muchos años, mi papá me regaló otra, una Victorinox de cachas negras y herramientas varias. La conservo y la cuido con cariño especial, tanto, que la llevé a grabar con mi nombre en la hoja principal, y así es como luce hasta la fecha.
Resulta que por trabajo viajé a Chihuahua y me llevé la navaja, la puse en la maleta que documentaría como equipaje. De ida no tuve ningún problema, pero de regreso, al llegar al aeropuerto, entregué la maleta en el mostrador de la aerolínea y me dirigí al área donde se hace la revisión de seguridad. Cuando comienzo a sacar mis pertenencias de los bolsillos para cruzar los arcos, me percaté de que traía la navaja; un objeto por demás prohibido en la sección de pasajeros y por lo tanto en riesgo de perder si la dejaba a la vista de cualquiera de los oficiales de seguridad.
Rápidamente vuelvo a guardar mis cosas y argumento que debo regresar a la sección de mostradores. – Es que olvidé algo, oficial…
Ya en el mostrador, pedí mi maleta que acababa de entregar para guardar algo adicional. La señorita amablemente me dijo que recuperarla era imposible en aquel momento, y que si no me apuraba, además perdería el vuelo. Le expliqué que se trataba de guardar algo que no podía llevar en la cabina y que de no hacerlo, la perdería, y tan amable como insensible, me recomendó que la diera por perdida – Eso nunca, chula. – Lo pensé, pero no lo dije, solamente sonreí.
Pensé en diferentes alternativas para no perder mi navaja. La puedo esconder en algún lugar del aeropuerto y le pido a un amigo chihuahuense que venga por ella. La meto dentro del tanque de un sanitario en el baño o debajo de un lavabo y la recojo en mi próxima visita. La entierro en una maceta o en una jardinera y la recupero después por medio de algún conocido. Me hago amigo de alguna mesera, o compro algo en alguna tienda y le pido al dependiente que me la guarde mientras alguien la recoge, o mejor aún, tomo el riesgo y paso con ella.
Llegué al área de seguridad nuevamente. Agradecí al oficial que antes me había visto regresar por la fila en sentido contrario y le dije que todo estaba en orden. Tomé la bandeja para poner mis pertenencias, saqué mi computadora de la mochila y como si no supiera, puse todo el contenido de mis bolsillos en la misma mochila haciéndo sonar ruidosamente las monedas, cartera, llaves, el cinto, lo lentes, mis plumas y la mentada navaja con el fin de que entre tantas cosas, pasara inadvertida.
Considerando que aquello no era suficiente, puse la bandeja en la banda, saludé a la oficial que está detrás de la máquina y que le pagan por ver la pantalla de los rayos x, y justo cuando mis cosas pasaron por el visor alcé la voz cantando el conocido verso del corrido de Chihuahua que dice: “¡Qué bonito es Chihuaaahuaaa!” – y alargué la tonada lo más que pude, a lo que la señorita volteó a verme y con una sonrisa respondió - ¿Le gustó? – ¡Muchísimo! – le contesté – ¡Qué bonita tierra, qué buena comida y linda es su gente…! - todo ello sin más propósito que robarle unos segundos la atención del monitor tratando de que mi contrabando pasar desapercibido. La chica sonrió y se sintió halagada con los piropos que le dediqué a su tierra y a su gente. Me deseó buen viaje y me dejó pasar.
La navaja la pude conservar, nadie se dio cuenta de mi travesura y nadie salió lastimado a causa de ella. Lo que sí me queda claro es que los filtros y protocolos de seguridad de nuestros aeropuertos se rinden ante las emociones que provocan las inesperadas letras de nuestro cancionero mexicano.
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