La Feria Internacional del Libro (FIL) de Guadalajara, abrió sus puertas el sábado pasado. Como gringos en “Black Friday”, se nos hacía tarde para entrar. Finalmente lo logramos y ahí estábamos, debajo de un mismo techo con miles de libros esperando a sus lectores.
Después de libros, gente era lo que más había. En aquel recinto expuesto de lado a lado, no cabía una editorial más.
- Si se me pierden – les dije a mis hijos - Escojan al papá que más les guste, porque de seguro que a mí no me vuelven a ver, y si quieren volver a venir a la FIL, escojan a uno que lleve libros.
- Papá ¿podemos ir al área de niños? – preguntaron mis pequeñas pirañitas.
- Ahorita vamos para allá, tengan paciencia.
Llegamos al primer stand, estiré la mano para tomar un ejemplar y mi hijo me preguntó:
- Papá, ¿Ya podemos ir al área de niños?
Allí comprendí que pedir paciencia era más absurdo que pedirle peras a un olmo. Así que decidimos caminar hacia el área de talleres infantiles. Lo que sigo sin entender es por qué les pido paciencia si ni yo ni mi linda esposa nos caracterizamos por tenerla. Total en diez minutos ya estábamos en el área de niños.
- ¿A cuál taller quieren entrar? – les pregunté.
- Al de plastilina – dijo mi niño.
- Al de colores – dijo mi niña.
- Yo voy al baño – dijo mi esposa.
En un santiamén ya estábamos todos repartidos, el niño aquí, la niña allá y mi señora haciendo fila… más allá. - No se preocupe, - me dijeron los organizadores - el taller dura entre cuarenta y cincuenta minutos, pero no se aleje demasiado por si se ofrece algo con los niños.
Mientras tanto yo como tránsito de crucero estuve parado en medio del corredor viendo para tres lados simultáneamente, que no se saliera mi niño, que no se saliera mi niña y que no se tardara mi esposa. Todo esto entre cientos de personas que cruzaban de un lado para otro. No tienen idea de lo relajante que resultan estas dinámicas familiares. El que ya se quería ir, era yo.
Libros, cuenta cuentos y talleres interactivos había para todas las edades, pasamos el resto de la tarde metidos en esta zona hasta que los chicos se hastiaron. Comentaron que estaban cansados y que ya se querían ir, incluso Pablo, “el más pequeño de mis hijos” elevó su petición a iniciativa de ley exigiendo que mejor lo cargara, con el respectivo rictus de cansancio en su rostro que denota el clásico “no puedo más, y háganle como quieran”.
Lo que mis hijos no saben, es que hace algunos años yo también fui niño, y se que “para uno que madruga siempre hay otro que no duerme”. Así que saqué mi as de la manga:
- ¿Quién quiere unas papitas con limón y chile? – pregunté y como por arte de magia, el sueño y en cansancio desaparecieron en el acto. Compramos comida chatarra y todos fuimos felices otra vez. Caminamos por pasillos siempre viendo gente. Nacionales y extranjeros, gordos y flacos, jóvenes y viejos, hombres, mujeres y niños, - y a propósito de niños yo traía dos, ¿Dónde quedaron?
Mientras los irresponsables padres avanzamos por un pasillo, entre aquel gentío los niños se sentaron en el suelo a comer papas, dejándose llevar por el instinto y sucumbiendo ante el antojo.
No es que fomente la ingesta de comida chatarra, sino que me apego al principio que dice que “La disciplina es inversamente proporcional al cansancio de los padres en el momento de aplicarla.”
Ya habían pasado más de cuatro horas y no habíamos visto una sola editorial o librería que no fuera para niños, así que decididos recorrimos los pasillos en busca de algo interesante.
La librería Gandhi nos sorprendió nuevamente con sus campaña publicitaria de frases creativas “venga a leer las películas que verá en tres años”, “Venga y compre libros, entretenimiento garantizado para el mejor amigo del perro”, en ese momento me acordé de Tina, (si no sabes quién es Tina, lee el artículo de hace 2 semanas).
Así anduvimos hasta que pasó lo que tenía que pasara:
- Papá ¿puedo ver los libros que están allá?
- Sí hija, pero con cuidado de no maltratarlos – y la ley de la atracción se hizo presente.
- Señor – me dice la señorita que atendía el stand – no pueden hojear los libros.
- ¿En serio?, ¿usted dice “hojear” con hache u “ojear” sin hache?
- ¿Eh? – me contestó arrugando la nariz
- Verá usted, hojear con hache es un verbo que se refiere al acto de pasar las hojas, mientras que ojear sin hache es otro verbo diferente del primero, que se refiere al acto de mover los ojos. ¿A cuál de los dos se refiere usted?
- Mire, Señor no le entendí nada, pero su niña acaba de romper un libro y lo tiene que pagar.
Eso me saco por payaso, pero ya qué se puede hacer. Ahora tengo en mi poder un libro que no pensaba comprar y por lo mismo me quedé sin dinero para comprar el que sí pensaba comprar. Quizá lea el que no me interesa, o quizá lo guarde a ver si algún día alguien de la familia lo quiere leer, o mejor aún, aprovechando la temporada navideña… ¿Alguien lo notará?
A propósito de navidad, en la casa el pino luce brillante. Las cartas a Santa Claus están puestas y dispuestas para que el regordete personaje las tome, las lea y comience a trabajar en ellas. Mis hijos insistieron en dejarle un plato con pan dulce y un vaso de leche para que cuando haga acto de presencia, tome un aperitivo antes de continuar su viaje. Yo insistí en que mejor le dejaran cacahuates y un caballito de tequila con limón, pero me dijeron que no, que Santa no tenía esas costumbres… nada más de pensarlo me gana la risa, jo, jo, jo.