miércoles, 11 de abril de 2012

Vacaciones en casa, agotadoras, pero hermosas.

Vacaciones en casa, agotadoras, pero hermosas.

No acostumbramos salir de vacaciones durante la Semana Santa. Los sitios turísticos suelen estar atiborrados, así como los restaurantes, hoteles y balnearios, y como en mi familia somos refractarios a las aglomeraciones, decidimos disfrutar de la hermosa Guadalajara, que durante ese período vacacional, lució todavía mejor.

Mis días comenzaban alrededor de las 7:30 de la mañana. Mi papá sabiamente me habría recomendado – No tiene caso hacer pendejadas tan temprano - y tiene razón, sin embargo no era por iniciativa propia abrir los ojos con el alba, sino que mi hijo de 4 años suele demandar atención desde esa hora.
-          Papá, ¿Me das leche?
Y yo que estaba programado mentalmente para despertarme un poquito más tarde, a esa  hora no distinguía si en verdad alguien me hablaba o aquella voz provenía de un sueño.  Como es natural, hice caso omiso a la demanda.  Ah, pero si hay algo que los hijos no perdonan es que los ignoren.

-          Pa – páaaa, -  me insiste poniendo su cara a medio centímetro de la mía. Siento su aliento.

-          Maaandeee – dije arrastrando la voz y todavía sin abrir los ojos. Con el temor de que al abrirlos, por allí se me escapara el poco sueño que me quedaba.

-          Quiero leche.

-          Es muy temprano, hijo, espérate un poquito…

-          Es que tengo mucha sed

-          Pues sírvete tantita agua…

Y aquí el puchero y las palabras pujadas, comienza a tomar forma en la base de la garganta

-          Eees que quieeero leeeeche…

-          Ándale pues.
Levantarte a preparar una leche, antes de las 8:00am implica que no puedas volver a pegar los ojos. Porque con el timbre del horno de microondas, o con la puerta del refrigerador, se despierta mi otro angelito de 6 años y con eso tengo para el resto de día.

-          Papá, ¿podemos prender la tele?  - me dice mi niña.

-          Si, pero bajito porque me quiero volver a dormir – lo dices con la esperanza de volver a la cama; sino a dormir, cuando menos a retomar el libro que deje a medias hace un par de días.  Y antes de que el otro becerrito se termine el vasote de leche, que ganas no me faltan de preparárselo con atole.

-          Ay, papá, acompáñame a ver una película

-          No hijita, es muy temprano.

-          Nada más le haces caso a mi hermano y a mí no – me lo dice con una voz que casi parece de sufrimiento por abandono.

-          Ándale pues, ¿qué vamos a ver?

-           “La Sirenita”

-          ¡¿OTRA VEZ?!

-          Está bien bonita, y hace mucho que no la vemos

-          Si, pero la hemos visto como treinta veces.

-          Porfi… porfis… porfis…

Y así comienza tu primer día de vacaciones cuando todavía no son las ocho de la mañana, ya estás viendo “La Sirenita” por enésima vez, con todo y su pescadito amarillo que no entiendo cómo le hace para hablar y respirar fuera del agua, pero en fin.

Con cinco minutos de película, sentí que los párpados se me cerraban  y comencé  a ver todo borroso. En virtud de que mi hija no se percataba de mi somnolencia, quise aprovechar para dormitar otro rato, y justo cuando el sueño me estaba venciendo llegó mi pequeño vástago como becerro recién amamantado.
-          Papá, ya me acabé la leche, ¿me prestas tu teléfono para jugar?

-          No.

-          ¿Por qué no?

-          Porque no, es muy temprano para que estés jugando con el teléfono.

-          Ya sé, - comenta emocionado - ¿Entonces me acompañas a jugar con mis carritos…?

-          Olvídalo, agarra el teléfono…

Hace mutis con una pícara sonrisa en los labios, sabedor de que logró lo que quería y se desaparece un buen rato, generalmente hasta que el teléfono se queda sin pila.

                En ese tenor transcurre una buena parte de la mañana:

-          Papá ¿jugamos con el wii?  - me dice mi hijo, cuando ve que al teléfono casi le sale humo.

-          No.

-          Mi hermana ya vio mucho la tele, ahora sigo yo.

-          Tienes razón. Hija, sigue tu hermano de ver la tele, préstasela… y yo mientras voy a retomar mi libro.

-          Está bien, - dice mi hija – Papá, ¿vas a leer?

-          Si

-          ¿Me lees un cuento?

-          No, quiero leer mi novela…

-          Es que te vas a tardar mucho, ¿Qué te parece si mejor pintamos?

-          Ándale pues… pintemos.

Y así transcurre otro rato del día, mientras mi libro sigue esperándome en el buró. Terminamos de comer en familia y cuando pasa por mi mente la disyuntiva entre tomar una siesta o sentarme finalmente a leer al menos un capítulo de mi novela, mi hijo tiene una brillante idea:

-          Papá, ¿jugamos dominó?

-          Hijo, eres el único niño que toma leche y juega dominó, algo no anda bien con tu desarrollo.

-          Andale, ¿si?, ¿jugamos? ¿jugamos?

-          Ándale pues… juguemos

Y así se nos pasa otro rato jugando varios juegos de mes en los que mi niño deja ver que el valor de la honestidad, apenas lo está aprendiendo

-          Pablo, eso que hiciste es trampa.

-          Nooo – contesta más que sorprendido, extrañado de la acusación.

-          Claro que si, ya perdiste.

-          No, en este juego no se vale perder – argumenta contundentemente en su defensa y me deja sin palabras, pensando en lo que dijo:  “en este juego no se vale perder”

-          Mejor dejemos los juegos de mesa por la paz y váyanse a ver la tele – los conmino con el ánimo de volver a mi anhelada lectura.

-          No, papá, - dice mi niña luciendo el rostro de quien acaba de tener una gran idea - Mejor vamos al parque y sacamos a pasear a Tina… (refiriéndose a nuestra perrita, no confundir con la chica de la limpieza quien a pesar de llevar el mismo nombre que nuestra mascota, no requiere que la saquemos a pasear).

-          Hijita, son las cuatro de la tarde, el sol cae a plomo, hace muchísimo calor…

-          Porfis… porfis… porfis…

-          Ándale pues, saquen cachuchas para todos –  y allá vamos al parque.

Ya cayendo la noche, les pido a mis hijos un momento de descanso que a leguas se ve que ellos también lo necesitan.

-          Papá, ¿tienes ganas de leer?

-          Si, hijita, desde en la mañana… por eso necesito que ya se vayan a dormir.

-          Ya sé, papá ¿Por qué no te vas al cuarto con nosotros y nos lees un cuento?

Dócilmente prefiero aceptar la propuesta que iniciar una confrontación.  Y así nos vamos hasta que caen rendidos en brazos de Morfeo. Finalmente me retiro a mi habitación donde también encuentro rendida a mi linda esposa.

-          Ya me voy a dormir – le digo con los párpados a media asta.

-          ¿Qué no ibas a leer? ¿no que estabas tan picado con la novela?

Volteo al buró y ahí está esperándome una emocionante historia. La tomo en mis manos, la sopeso en todo lo que representa y la vuelvo a dejar sobre el buró.

-          Si estoy picado con la historia, pero sabes una cosa, ya habrá tiempo de leer, porque la novela aquí la voy a tener siempre, y a mis hijos no. Dentro de 2 o 3 años ellos ya no van tener ganas de  jugar dominó conmigo, ni de pintar, ni de ir al parque, ni de jugar a los carritos, quizá ni de ver la tele juntos, así que si no los aprovecho ahora, cuando eso pase, me voy a arrepentir enormemente de haber leído tanto.

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